Todo niño busca un ejemplo, a muy corta edad, de lo que significa ser un hombre de verdad. A mis 6 años, lo que yo más quería era ver llegar a mi padre a casa y contarle cómo me había ido en la escuela. Estar cerca, aprender y ser un día como él, porque era mi ejemplo más cercano de lo que era ser un hombre.
Pero lo que tuve, fueron tardes enteras esperando a que llegara, que cuando lo hacía, era acompañado de un aroma intenso a alcohol, y muchas ganas de enseñarme a “ser hombrecito”, empujándome y tomándome con fuerza, para provocar que me defendiera.
Para mis 13 años, odiaba a mi padre en secreto. El ya no estaba en casa, había engañado a mí madre y empezado otra familia. Aún así, tenía la idea de querer ser mi amigo. Seguido me preguntaba cómo estaba, pero ya era muy tarde para preguntármelo. El resentimiento que tenía contra él ya no me dejaba contarle nada.
A esa edad, lo que menos deseaba era ser como mi padre. Así que busqué otros ejemplos de cómo ser un hombre de verdad. Y elegí a un compañero mío de la secundaria, Fernando. (no es la mejor decisión, no? que un niño de 13 tenga como ejemplo de masculinidad a otro niño de 13?) Él había estado en clases de box, era fuerte, y era el de mayor pegue entre las chicas. Era indiferente con ellas y rara vez se reía. Yo, en cambio, era el más ocurrente y risueño de la escuela. Pero cuando me empecé a comparar con él, dejé de serlo. Me volví callado, indiferente, y pasaba todo el tiempo pensando en cómo verme más rudo.
En casa, mi madre luchaba contra el dolor del reciente divorcio, y estaba todo menos emocionalmente disponible. No hubo un día en mis años de secundaria donde comenzara a contarle mi día sin ser interrumpido por ella alzándome la voz. En la escuela estaba encajando, siendo alguien que no era, y en casa no tenía nadie con quien hablar.
Todas estas experiencias me fueron enseñando que hay “reglas” que como varones debemos cumplir: No se nos permite llorar o mostrar algún tipo de dolor, porque debemos “aguantarnos como hombres”. Ni siquiera mostrar afecto con un abrazo, o un “te quiero” a nuestros demás amigos. Porque si lo hacemos, seremos rechazados por los demás, y el ser rechazados es nuestro mayor temor cuando somos niños. Incluso para muchos adultos. Sin embargo, modificar quienes somos y lo que expresamos para encajar, es restringir la única forma en que podemos desarrollar nuestra inteligencia emocional.
En nuestra cultura aún es incómodo pensar en que de niños entremos a clases de baile, canto o pintura, las cuales son formas muy bellas de expresarse. Educamos a nuestros niños diciéndoles con qué juguetes deben jugar, qué deportes practicar, y qué trabajos realizar. Dividimos los sexos a partir de ideas que replicamos de la cultura que nos rodea, y la mayoría de las veces no estamos conscientes del efecto que esto ocasiona en nuestros hijos. Incluso hay estudios que demuestran cómo es que a un bebé que va vestido de azul, no se le alza y apapacha tanto cuando llora como a un bebé que va vestido de rosa.
Hemos caído en la idea de que los hombres somos por naturaleza menos empáticos, y más agresivos. Pero la verdad es que ninguno de nosotros nace siendo racista, clasista, sexista o cualquier otra forma de discriminación que termine en “ista”. Todo es adquirido a partir de nuestras experiencias y ejemplos de nuestra infancia. Ningún hombre es naturalmente violento, o menos empático que la mujer. Y ninguna mujer es NUNCA inferior al hombre. Debemos deshacer toda idea que invite a pensar de esta forma.
Esta idea errónea de cómo el hombre debería ser, lleno de violencia, discriminación e inseguridad, fue bautizada como “masculinidad tóxica”. Sin embargo, este término no me parece el más correcto, ya que no da oportunidad de pensar que se puede hacer algo al respecto. Un compañero mío de Reino Unido, Brendan Kwiatkowski, propuso cambiar nuestra forma de referirnos a esta masculinidad, de tóxica a restrictiva, ya que restringe a niños, jóvenes y adultos toda forma de expresión, sentimiento o emoción, y permite pensar en la posibilidad de ser más de lo que somos.
Y es aquí donde está la clave del por qué vemos a tantos hombres peleando entre sí, aprovechándose de otros, denigrando y pisoteando. Es la razón por la que, en México, 7 de cada 10 niños sufren de bullying en su escuela, poniéndonos en el primer lugar a nivel mundial. Esta es la razón por la que 1 de cada 3 mujeres ha sufrido de violencia física y sexual por su pareja, y más del 70% han sufrido de acoso. Y por la que 8 de cada 10 personas que se quitaron la vida en los últimos años, fueron hombres.
Porque al restringir esa conexión entre el corazón y la mente del hombre, hemos también restringido su capacidad para desarrollar compasión y empatía, las bases para poder amar y ser amado. Se vuelven hombres que ven sólo por sí mismos, que buscan encajar en un molde que no es suyo, inseguros de su propia identidad, por lo que terminan yendo contra su propia humanidad.
Les hemos enseñado a usar sus puños para “defenderse del mundo”, en lugar de enseñarles a usar su corazón.
Como hombres, todos hemos tenido contacto con este tipo de masculinidad desde muy corta edad, y no siempre tenemos las herramientas y conocimiento para poderlo identificar. En mi caso personal, no fue sino hasta mis veintitrés años que me di cuenta que necesitaba hacer un cambio muy profundo en mi vida, al ver claramente el daño que le había causado a alguien más, por mi idea errónea de lo que yo debía hacer como hombre.
A esta edad, ya había llegado al punto más bajo. Había tenido novia tras novia, había sido infiel incontables veces, un completo patán. Nunca hablaba de lo que yo sentía con nadie. Mi padre me llamaba a las 3 de la mañana seguido, en todo menos en sus 5 sentidos, para decirme que me quería. A veces lo escuchaba, sin responder nada, y a veces solo colgaba a la mitad. Ni siquiera las pocas veces que se echó a llorar al teléfono me detuve de colgar.
Durante esos años, tuve una novia. Lo único que superaba mi admiración por ella, era el amor que le tenía. Y aún así, ella fue la persona a la que lastimé como nunca lo había hecho con nadie más. Mi inseguridad, y mi necesidad de “demostrar” a otros hombres mi valía, me llevó a engañarla.
Por supuesto, me corrió por completo de su vida, y caí en una etapa de depresión que casi me cuesta la mía. Y yo mismo me lo había ocasionado.
No supe de ella sino hasta medio año después. Una noche llamó a las 3 de la mañana, y su voz se escuchaba algo extraña. Me quedé paralizado cuando me propuso irme con ella esa noche. Llegó por mi en su coche, y en cuanto abrí la puerta, percibí el mismo aroma de cuando tenía 6 años, y mi padre llegaba a casa. Cuando llegamos a su departamento, no pasaron ni cinco segundos, y comenzó a llorar.
Yo estaba totalmente confundido y sin la más mínima idea de qué estaba pasando.
Estaba tan mal, que se desplomó, y se quedó ahí sentada, llorando como nunca había visto a alguien llorar, hasta que se quedó dormida. Esa noche no pude dormir, me di cuenta del dolor que yo le había causado. Yo le hice esa herida. ¿Y por qué? Por querer impresionar y ser validado por otros hombres. Esa fue la primera vez que me hice esta pregunta: ¿De verdad valió la pena romperle el corazón, para ser validado por personas que ni siquiera están dentro de esta relación?
Estaba replicando cómo fue mi padre, como dije que jamás quería ser. Estaba siendo el tipo de hombre que todo mi entorno me enseñó a ser.
A partir de esa noche, decidí que “no más”. // “NUNCA MÁS”. No volvería a replicar lo mismo que hizo tanto daño a mi familia. Y para esto, tenía mucho que aprender.
Durante ese nuevo camino, comencé a estudiar sobre Masculinidades, Educación de Paz e incluso Lenguajes del Amor, y todo ello me llevó a entender que lo que más nos hace falta, como hombres, es compasión y empatía.
Pero estas virtudes no nacen de un día para otro, hay mucho trabajo que hacer antes de superar la barrera que nos hemos creado alrededor de nuestras emociones.
Por esto, les quiero compartir los pasos que definí después de 3 años trabajando con hombres en su desarrollo emocional:
El primer paso, Auto-conocimiento.
No es fácil entender a otros y poder ponernos en sus zapatos si no entendemos siquiera qué sentimos nosotros. El comenzar a expresar lo que sentimos, todo lo que llevamos dentro, aún si es a solas, en papel, o con alguien de nuestra completa confianza, es el paso más básico para conocernos mejor. Para tener claridad de quiénes somos, y por qué hacemos lo que hacemos. Qué cosas hacemos para encajar con otros grupos, y cuales son verdaderamente parte de nosotros. Nos ayuda a poder delimitar dónde termina el quién soy yo, y donde empiezan los demás.
El segundo paso, Auto-aceptación.
Brené Brown, una investigadora muy reconocida en el tema de la vulnerabilidad, dice: “La verdadera pertenencia sólo ocurre cuando mostramos nuestro auténtico e imperfecto ser a los demás, por esto, nuestro sentido de pertenencia nunca puede ser mayor que nuestro nivel de autoaceptación.”
Entre tantos hombres que buscan encajar en lugar de pertenecer, necesitamos dejar las máscaras de lado y autoaceptarnos. Dejar de creer que debemos ser perfectos, que debemos saberlo siempre todo. Somos humanos, y como tales cometemos errores y tenemos siempre algo en qué mejorar.
Entender esto y estar bien con ello, nos abre la puerta a poder amarnos mejor.
El tercer paso, Compasión.
La compasión comienza por entender que todos tenemos una historia. Todos tenemos cicatrices, e incluso heridas que no han terminado de sanar. Que marcan nuestra piel. Que van añadiendo a la máscara que creamos para no volver a ser lastimados.
Yo sé lo que es sentir esa necesidad de esconder mis sentimientos, y no dejar que nadie sepa lo que pasa dentro. Pero también sé que en el momento en que me atreví a abrirme con quienes me rodeaban, a pesar del miedo que sentí, me encontré con que había muchos otros hombres esperando a que alguien más lo hiciera, para saber que no estaban solos, que no eran los únicos. Al dar ese paso y mostrarme como en realidad soy, sin saberlo di permiso a otros hombres de hacerlo también.
El cuarto y último, Acción.
No necesitamos fingir ser alguien que no somos. Sí, es aterrador mostrarnos completamente al mundo, vulnerables, y bajando la guardia, es muy arriesgado. Pero solo abriendo los puños seremos capaces de abrazar y ser abrazados completamente. Nos han hecho creer que el ser fuertes es no llorar, no sentir, no quebrarnos jamás. Pero no es así. Necesitamos quebrarnos para tener la oportunidad de re-hacernos y crecer. Para poder preguntarnos quienes somos, por qué estamos aquí. Por qué propósito lucharemos el resto de nuestros días.
Acción es comienzar por quitarte tus máscaras frente a otros, y ser totalmente honesto. Auténtico. Permitir a otros bajar la guarda y ser ellos mismos, mientras tú los haces sentir aceptados, y amados.
La historia que tuve con mi padre, y las historias que cada uno de nosotros hemos vivido solo dan más claridad del por qué de muchas de nuestras conductas disfuncionales, pero jamás serán justificación para seguir replicándolas. Tenemos la responsabilidad y la completa capacidad para detener el ciclo, y crear una nueva cultura. Una donde SER UN HOMBRE DE VERDAD signifique ser un ejemplo de aceptación, empatía, compasión y amor.
A mis 23 años decidí comenzar de cero y re-definir lo que era para mí ser un hombre de verdad. Y hoy, a mis 27 años, siento un amor enorme cuando abrazo a mi padre y le digo que lo amo.
Porque, como dijo Benjamín Disraeli: “Un hombre nunca es tan hombre como cuando siente profundamente, actúa con valentía, y se expresa con franqueza y fervor.”
Suscríbete a nuestro Newsletter para que te enteres de las
fechas de nuestros próximos eventos y talleres