Ojos que no ven, hombres que no sienten.

Una de las más grandes batallas que libramos hoy, es la de abrir los ojos a lo que viven las demás personas. O en otras palabras, tener empatía por los demás.

Una tarde, hablando con una compañera, le conté sobre el proyecto Brotherhood, a lo que respondió con un enérgico “eso hace mucha falta”. Me pareció curiosa su reacción. Estaba totalmente de acuerdo con que hace mucha falta, pero lo dijo en un tono que denotaba enfado, hartazgo. Así que le pregunté por qué lo decía de esa manera, si quería contarme. Después de esa historia, entendí lo que era la empatía.

De inicio, me habló de cómo nunca se ha sentido cómoda andando por la calle por su cuenta, ya que aún cuando va vestida con sudadera, pijama, o simplemente no de una manera que pudiera decirse “arreglada”, recibe algún comentario y grito a la distancia, o en su lugar una o varias miradas indiscretas.

Me contó cómo es que en una ocasión, un motociclista pasó muy cerca de ella, y haciendo un comentario vulgar, le dió una nalgada. El coraje que le generó esto la llevó a correr detras de la motocicleta, y al hacerlo se encontró con una patrulla en la que venían dos oficiales. Su primer reacción fue acercarse a ellos y comentarles lo sucedido, con la esperanza de que hicieran algo al respecto, incluso atrapar al hombre que acababa de violentarla. Pero su esperanza se fue, después de lo que le respondieron los oficiales: “Claro que si, mijita, ¿por que no te subes aquí detrás y nosotros te llevamos?” mientras reían entre dientes y se lanzaban miradas cómplices.

Esto no sólo destruyó su esperanza en ser ayudada por una autoridad, sino que infundió en ella un terror inmenso, que la hizo correr lejos del lugar, con lágrimas en los ojos. ¿Cómo puede sentirse segura, si incluso las personas encargadas de cuidarla por oficio son cómplices de la violencia en su contra? Y aún así, esta no es la peor parte de la historia.

Al llegar a casa, donde su esposo la esperaba, lo que más buscaba era al fin sentirse segura. Se acercó a él, totalmente alterada, molesta y triste por lo que había sucedido, para contarle todo. Y, sin dejarla terminar de hablar, su respuesta fue: creo que estás exagerando.

Cuando me contaba esto, sus ojos estaban llorosos y su voz se cortaba. Su esposo, el hombre que se supone es su más cercano, había invalidado una experiencia donde ella se había sentido totalmente vulnerable, asustada, en peligro. Si ni siquiera el hombre más cercano a ti te escucha en tus momentos más difíciles… ¿Cómo podrías sentirte segura?

Escuchar esta historia y ver a quien me la contaba tan dolida, aún cuando eso había pasado años atrás, me dolió en lo más profundo. Era la primera vez que sentía el dolor de una mujer que había sido abandonada a un sentimiento de inseguridad eterna. Le aseguré que no podría entenderla completamente, ya que nunca he vivido de esa manera (aquí uno de nuestros privilegios de hombres), pero que definitivamente sentía el dolor que ella estaba sintiendo. Que le creía, y que desearía que pudiera vivir segura donde fuera que esté, y con quien sea que esté.

Esto me dejó pensando muchísimo. Como le comenté a ella, no estoy en su misma situación y sería incongruente intentar analizar las cosas desde su perspectiva. Sin embargo, había una parte de la historia donde si podía indagar un poco más: la respuesta de su esposo.

¿Cómo es que siendo hombres y a menudo llamándonos “protectores” (énfasis en las comillas), nos es tan fácil invalidar las luchas de otros, sobre todo la lucha diaria que vive la mujer? ¿Cómo es que nos cuesta tanto cerrar la boca, poner atención, y escuchar completamente? Estas preguntas rondaron mi mente por mucho tiempo después de esa charla.

 Algunos meses después, tuve la oportunidad de impartir un taller sobre masculinidades a un grupo pequeño de hombres. Fue de lo más productivo y nutrido, establecimos las reglas del taller antes de comenzar. Para trabajar abiertamente en nuestra masculinidad rodeados de otros hombres, es necesario evitar dar consejos, emitir juicios, dar opiniones desde perspectivas religiosas, políticas, o de preferencias sexuales. Gracias a ello, todos pudieron compartir de sus experiencias con confianza y sintiendo la seguridad de no ser juzgados por los demás. Fue un espacio donde pudimos compartir tanto como escuchar activamente a otros, e identificar las actitudes que hemos adoptado de nuestros padres y los hombres que nos rodean, que van relacionadas al machismo.

Cerca del final del taller, un hombre que pasaba por el lugar nos miró y se acercó. Preguntó qué hacíamos, y al comentarle que era un taller de masculinidad para hombres, pidió permiso para unirse. Con gusto le dimos la bienvenida, pero siendo consciente de que este hombre no había escuchado las reglas del inicio del taller.

No pasaron cinco minutos, y ya había roto cada una de esas reglas. Había dado opiniones, interrumpido a otros hombres, repartido infinidad de consejos. Las miradas de los demás hombres empezaban a ponerse algo alteradas. Hasta que lo dijo. “Me parece injusto que haya un espacio especial para mujeres en el transporte público, pero no para hombres. En todos los años que llevo usándolo, jamás he visto que ningún hombre le haga nada a una mujer” fue esa frase final, la cereza del pastel del macho sin empatía alguna.

Enseguida uno de los hombres del grupo lo enfrentó preguntándole “¿sólo por que no lo has visto, significa que no sucede? ¡Yo he sacado a hombres del metrobús por irse masturbando frente a una mujer!” En ese momento, decidí interferir. Me dirigí a ese hombre de la manera más amable, le comenté que su punto de vista me parecía interesante, aunque distinto al mío, y me gustaría comentarlo en un taller diferente, donde pudiera estar desde el inicio. Le pedí que diera el espacio a los que habían llegado desde antes al taller para cerrar y después iría a buscarlo allá afuera para ponernos de acuerdo. A fin de cuentas, lo que ese hombre buscaba era atención, así que le di esa atención para después del taller, y salió del lugar feliz y contento.

En cuanto el hombre salió, la pregunta que hicieron todos en el taller fue: “¿Lo contrataste, verdad?”. Me dió muchísima risa. Para nada lo había contratado, pero nos sirvió del ejemplo más claro de las actitudes de las que habíamos hablado durante todo el taller. Necesidad de dar respuestas, incapacidad de escuchar. Ni el más mínimo interés de salir de su zona de confort a cuestionar lo que él ha visto, para pensar que posiblemente las cosas que le cuentan que viven los demás, pero que no ha visto, son ciertas.

Ese día recordé la historia de aquella compañera. Era esa misma forma de ver las cosas que tuvo su esposo: no le creyó, porque él nunca lo ha vivido. Pero, ¿por qué nos cuesta tanto ponernos en los zapatos de los demás, escuchar, entender, ser empáticos?

Por la misma razón por la que tenemos nuestros principales problemas de identidad: intentamos desde muy pequeños ser alguien que no somos. Pasamos la vida esforzándonos por entrar en un molde que nos es nuestro, que nos impuso alguien más, y centramos toda nuestra atención en nosotros mismos. Yo, yo y luego yo. ¿Cómo me ven los demás? ¿Me aceptarán? ¿Qué pensarán de mi?

Nos repetimos tanto estas preguntas desde muy pequeños, hasta que se vuelven parte de nuestro inconsciente. Llega un punto en que no nos damos cuenta que ese es nuestro filtro para cada momento en que hay alguien cerca de nosotros. Queremos vernos fuertes, dominantes, teniendo toda nuestra vida bajo control, seguros de nosotros mismos, aún si tenemos un caos dentro de nuestra mente y/o de nuestro corazón.

Una de las cosas que nos hacen sentir como que hemos logrado vernos como alguien que tiene su vida bajo control, es tener siempre una respuesta. Aún cuando nadie la ha pedido. Incluso en momentos donde alguien acaba de vivir una situación muy difícil y se atreve a abrirse en el grupo para contarlo, nos atrevemos a darle una respuesta con una solución. Lo que no sabemos es que eso mismo le quita importancia al problema, y enfoca el momento en quien da la solución. Es una “discreta” y muchas veces inconsciente forma de pedir atención, para disipar la inseguridad que sentimos dentro.

¿Cuántas veces no sucede que alguien nos quiere contar algo para simplemente ser escuchado o escuchada, pero le damos una solución, y la persona termina molestándose? Muchos hombres terminan confundidos después de esto, preguntándose “pero si te di una solución, ¿por qué te molestas? ¿No era para eso que me lo contabas?”. No, no era para eso. Era para que escucharas, y estuvieras ahí para esa persona. Solo eso.

Hay una diferencia abismal entre escuchar genuinamente y escuchar para dar una solución. Cuando tu novia o esposa te cuenta algo que le pasó en su día, muchas veces es sólo para ser escuchada (el lado femenino de la psique humana, que busca de entendimiento y validación). Pero, al nosotros recurrir a nuestra masculinidad excesiva, mientras nos cuenta estamos pensando lo que le vamos a responder, teniendo la mitad de nuestra mente escuchando y la otra mitad solucionando. Y eso NO es escuchar.

Tenemos que aprender a callar por fuera y por dentro, y escuchar activamente, sin querer dar soluciones o respuestas, sino simplemente escuchar y estar ahí para la persona. Estar interesado, más que ser interesante. Entender, más que solucionar. Solo escuchando por completo podremos verdaderamente desarrollar nuestra empatía para con los demás. Nuestro interés en la historia que cada persona ha vivido, incluída una historia tan distinta a la nuestra, como es la de las mujeres.

Ya es hora de opinar menos, y escuchar más. Ya es hora de dejar de invalidar la historia de los demás. Ya es hora de volvernos hombres y estar ahí para quien lo necesita. Hombres que ponen la empatía antes que las soluciones. Hombres más humanos.


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